El Evangelio, junto con la Eucaristía, es el gran tesoro de la Iglesia. Es la Palabra de Dios hecha Presencia en medio de nosotros: “Dios ha venido hasta el hombre para que el hombre llegue hasta Dios” (San Pedro Crisologo, Sermon 30). Jesús ha confiado a los apóstoles el anuncio del Evangelio para los hombres y las mujeres de cada lugar y de cada tiempo. El término Evangelio significa “Buena Noticia”. Cada discípulo misionero es portador de buenas noticias, o mejor del “Evangelio que es la buena noticia”; por esto el Evangelio es alegría, porque nos habla de la buena noticia de que Dios se hace cercano y que vive y camina con nosotros. Las páginas de los cuatros autores del Evangelio (los evangelistas) nos cuentan la vida, las palabras y los gestos de Jesús; nos hablan de su ser enviado “en medio de nosotros” para darnos a conocer el rostro de Dios, un rostro de Padre y de Madre; nos pone en relación con Dios; nos invita a vivir en la fraternidad y a construir “la civilización del amor”; nos preanuncian la alegría de la vida eterna.
El Evangelio es la carta magna de nuestro ser hijos e hijas de Dios, el mapa de nuestro vivir y de nuestro actuar, la brújula con la que el mismo Jesús nos muestra el Camino, la Verdad y la Vida, porque Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida. En las páginas del Evangelio se encuentran frases estupendas: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, o la bellísima “vosotros sois mis amigos”, o también la increíble “yo doy la vida por vosotros”. Está también la maravillosa página de las Bienaventuranzas, que Gandhi definió como “las palabras más elevadas que la humanidad haya oído”. “Bienaventurados vosotros”, es decir, estar en el gozo del Señor en cualquier situación. La exhortación apostólica del Papa Francisco lleva el significativo título de “Evangelii Gaudium”, es decir “La alegría del Evangelio”; aquí están delineados los objetivos para la Iglesia de nuestro tiempo: una Iglesia con rostro misionero, de puertas abiertas y acogedoras, una Iglesia que sepa llevar la alegría del Evangelio a todos, que ofrezca la buena noticia de que Dios es Amor y de que Él nos ama.
El Evangelio es una guía para nuestra vida. El Evangelio es lámpara que ilumina nuestros pasos. El Evangelio es encuentro con el Señor que nos invita a encontrar a la humanidad. Por eso es necesario “escuchar, acoger y conocer el Evangelio”, que es como el abecedario para conocer a Cristo; “aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios”, dice San Gregorio Magno. Estamos llamados a vivir el Evangelio para que la Palabra de Vida se transforme en Vida de la Palabra. El Evangelio es palabra que interroga, exhorta y anima a vivir la misión con frescura siempre nueva, es palabra que orienta la vida y que alimenta el deseo de difundir el bien obrando como auténticos misioneros para llevar adelante el Reino de Dios. “Escuchar, leer, meditar la Palabra, gustarla, amarla, celebrarla, vivirla y anunciarla en palabras y obras; este es el itinerario que se le abre a quien comprende que la fuente de la vida está en la Palabra de Dios. Dios mismo nos visita en ella: por eso la Palabra nos envuelve, cautiva nuestro corazón y se ofrece a la fe como ayuda y defensa en el crecimiento espiritual” (Bruno Forte, La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia, Conferencia Bíblica Nacional, 18 de abril de 2008).
Querríamos gritar, como San Pablo, “¡ay de mi si no anuncio el Evangelio!” (1Cor 9, 16). El anuncio del Evangelio es una prioridad para cada bautizado porque «evangelizar es la gracia, la vocación propia de la Iglesia, su identidad profunda… el mandato de evangelizar constituye la vida y la misión esencial de la Iglesia» (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 14), porque la misión es una cuestión de amor y la actividad misionera es nuestra respuesta al amor con el que Dios nos ama.
“No se anuncia el Evangelio a no ser que sepamos reproducir el «corazón a corazón» del cristiano con el Cristo del Evangelio. Nada en el mundo podrá darnos la bondad de Cristo excepto Cristo mismo. Nada en el mundo nos dará acceso al corazón de nuestro prójimo si no hemos dejado que Cristo acceda al nuestro” (Madeleine Delbrêl, “Nosotros, gente de la calle”, Textos misioneros, Ed. Seuil 1995).
Quisiéramos vivir las palabras del Maestro que nos ofrece el Evangelio, palabras que tienen mucho que decir al corazón de los hombres de nuestro tiempo, palabras que construyen esa fraternidad en la que nos reencontramos como hermanos y hermanas en el amor de Cristo, fuente de vida y esperanza. Vivir el Evangelio nos lleva a ser otros Jesús, nos hace ser otros Evangelios en el mundo de hoy. Cada uno de nuestros pensamientos y cada acción puede hablar de Dios.
Anunciar el Evangelio nos hace portadores de esa alegría que «llena el corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús. Los que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo la alegría nace y renace siempre” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 1). Dar testimonio del Evangelio nos involucra y nos compromete con la humanidad. «El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo de encontrarnos con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus peticiones […] en un constante cuerpo a cuerpo» (Evangelii Gaudium, 88). Estamos llamados a anunciar y testimoniar con valentía el Evangelio a la humanidad que cruza los caminos de nuestra vida.
El resumen del Evangelio surge de las mismas palabras de Jesús cuando, un doctor de la Ley le preguntó cuál era el mandamiento más grande, respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. 39El segundo es semejante a él:“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39). La raíz de todo es el amor de Dios y el fruto es el amor al prójimo, de modo que quien ama es “un Evangelio abierto”. Este es el corazón del Evangelio: “Amarás”, verbo conjugado en futuro para indicar que el amor está siempre en constante cambio, que sin amor no hay vida y no hay futuro. Amarás a Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, como puedas y lo mejor que puedas, con tus talentos y con tus fragilidades, con tus alegrías y con tus miedos. Además, amarás a tu prójimo, porque tu prójimo es imagen de Dios, aunque a veces su rostro muestre cansancio o sufrimiento. Amar a la humanidad es similar a amar a Dios, amar al prójimo es tan importante como amar a Dios: «Quien, de hecho, no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve… quien ama a Dios, debe amar también a su hermano” (1 Juan 4, 20-21).
«Todo cristiano y toda comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio y da testimonio del amor de Dios hacia todos, especialmente hacia los que están en dificultad. Sed misioneros del amor y de la ternura de Dios” (Papa Francisco, Homilía del 5 de marzo de 2013). Somos misioneros del amor y de la alegría de Dios, que se preocupa por nuestra felicidad: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11).
Para hacer nuestro el Evangelio de Jesús y para ofrecerlo al mundo, dejamos que Él mismo hable a nuestro corazón. Le pedimos con las palabras de San Agustín: “Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Dame la gracia de que yo ansíe siempre ver tu rostro, dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara y que me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante tí está mi firmeza y mi debilidad sana esta, conserva aquella, ante tí está mi ciencia y mi ignorancia, si me abres, recibe al que entra, si me cierras el postigo, recibe al que llama, Haz que me acuerde de tí, que te comprenda y te ame…“ (De Trinitate 15,28,51)