Estamos hechos para vivir con los demás. Ya decía Aristóteles que “el hombre es por naturaleza un ser social”. Crecemos y nos formamos a través del diálogo, el intercambio de opiniones, el compartir, las relaciones, las actividades, el trabajo. Estamos hechos para vivir en familia, en grupo, en comunidad. Durante la pandemia de Covid hemos sufrido la soledad, hemos entendido lo importantes que son las relaciones con los demás y hemos sentido profundamente la necesidad de ello.
Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, lo creó manifestándose como un Dios de Amor, un Dios Trinidad, un Dios de comunión, que ha llamado al hombre a entrar en relación con Él y a la comunión interpersonal. La vocación y la vida del hombre es vivir en comunión con Dios y con los hombres, hermanos y hermanas. Jesús llamó a un grupo de hombres para que estuvieran con Él y después los envió al mundo para proclamar el Evangelio. Primero de todo los llamó a estar juntos. El salmo 133 está dedicado a la vida fraterna y proclama: “¡Mira qué hermoso es que los hermanos vivan juntos! … allí el Señor da bendición y vida para siempre”.
El encuentro con el otro hace fecunda la vida, ofrece un aprendizaje continuo en la confrontación con la diversidad. Cuando hablamos de una comunidad cristiana, pensamos en la parroquia, en una asamblea litúrgica, en un grupo de jóvenes o matrimonios, en grupos de catequesis: todas estas realidades, y muchas otras, son comunidades, porciones de la Iglesia.
Cuando miro la vida de algunas comunidades parroquiales, me pregunto si hemos crecido con la idea de que para ser cristiano basta con creer en Dios y tener ciertas formas de vida. En cambio, la Iglesia es una comunidad, formada por personas que se sienten “Nosotros”, donde hay vínculos, relaciones, apoyo, donde cada uno es importante y puede hacer su contribución a una familia que debería sentir como propia. Uno de los temas importantes del primer Sínodo para África, en 1994, fue el de la “Iglesia familia de Dios”, es decir, la gran comunidad de los bautizados. Cuando estaba en la parroquia de María Inmaculada, en las afueras de Dakar, a menudo no solo los jóvenes, sino también los demás fieles expresaban su orgullo de ser cristianos y de pertenecer a esa parroquia con el lema “Mipa moo ko yoor”, es decir: ¡nosotros somos la parroquia, esta es nuestra comunidad parroquial!
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta el ideal según el cual buscaban vivir las primeras comunidades cristianas. Se trataba de comunidades formadas por gente común que vivía del entusiasmo de los primeros tiempos, a pesar de tener dificultades en su seno. Aquellos cristianos, con sus puntos fuertes y debilidades, estaban fascinados por Jesús y estaban involucrados en la misma experiencia comunitaria debido a su fe en el Señor Resucitado. ¿Qué pueden enseñarnos esas comunidades de los primeros discípulos misioneros? ¿Hacia qué ideal de vida como comunidad cristiana tendían?
“[Los primeros cristianos] eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles y a la comunión, a la fracción del pan y a la oración” (Hechos 2:42).
Asiduos a la enseñanza. Los primeros cristianos transmitieron y comunicaron lo que habían vivido con Jesús, la Palabra que de Él recibieron y escucharon. Palabra que pedía ser anunciada, testimoniada, compartida. “No podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hechos 4:20).
Asiduos en la comunión. En aquellas primeras comunidades, se vivía en fraternidad y en atención a los demás, que se expresaban compartiendo ideas, valores y bienes para hacer partícipe al otro de todo lo que fuera importante.
Asiduos en la fracción de pan. Es el don de Jesús mismo, lo más preciado que tenemos. La Eucaristía es el sacramento de la participación en la comunidad, porque Jesús es un don para todos. Compartir es el milagro de la comunión entre hermanos y hermanas, porque la comunidad es fraternidad.
Asiduos en la oración. Nadie es extraño y, en la oración, queremos llevar a toda la humanidad a Dios, con sus alegrías y sus sufrimientos. La oración nos hace crecer en la comunión con Dios y entre nosotros, y nos hace comunidad.
La carta encíclica Fratelli Tutti del Papa Francisco sobre la fraternidad y la amistad social afirma que nuestro ser Iglesia tiene sentido solo si somos comunidad: esta es la naturaleza de la Iglesia. Nuestro ser y actuar tiene sentido solo si somos familia. Para nosotros, cristianos, la fe no solo implica nuestra dimensión individual, sino que sobre todo implica compromisos, proyectos y acciones que debemos realizar juntos. Nuestra oración también sube al cielo en plural: en el Padre Nuestro, Jesús nos enseñó a rezar juntos, como familia. También nos dirigimos a María en plural: “Ruega por nosotros, pecadores”.
Las Iglesias jóvenes nacidas en las llamadas tierras de misión tienen algo que decirnos sobre su vida como comunidades cristianas, sobretodo en nuestras iglesias, donde a menudo prevalece un individualismo cada vez más marcado. Las Iglesias africanas y latinoamericanas son conscientes de que sólo pueden ser Iglesia si son comunidad, sólo si son familia. Dios se ha hecho hombre para ser hermano, para decirnos que “donde dos o tres están reunidos en su nombre, allí está Él y allí está la Iglesia“. Recuerdo con agrado cuando en Camerún venía un grupo de hombres y mujeres de algún pueblo para pedirnos que les hiciéramos cristianos. A nuestras preguntas sobre los motivos de su petición, sus respuestas convergieron en decirnos: “Hemos visto a los cristianos de ese pueblo cómo rezan, cómo viven, cómo se aman: también nosotros queremos ser como ellos”. La vida de una comunidad, en sus diversos aspectos, se convertía en testimonio misionero. En palabras del Papa Francisco: “Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios” (Evangelii gaudium, 176).
Hace unos años pregunté a Séraphin, Charles, Thérèse y otros niños senegaleses cuáles eran sus sueños para la Iglesia. Me respondieron: “Sueño con una comunidad cristiana acogedora, hospitalaria, donde hay lugar para todos y que respete los ritmos de cada uno. Sueño con una comunidad cristiana atenta a los pobres, una comunidad que se hace servicio y se hace caridad. Sueño con una comunidad cristiana abierta, que celebre los momentos de fiesta con alegría. Sueño con una comunidad cristiana hecha de relaciones y de compartir, que desee crecer, descubrir y poner en comunión los bienes espirituales y los recursos propios con los pobres. Sueño con una comunidad cristiana que reza, que escucha la Palabra, que celebra con alegría la Eucaristía y los Sacramentos, una comunidad que sabe vivir el perdón y la misericordia. Sueño con una comunidad cristiana que se identifica con Jesús, para dejarse transformar por Él. Sueño con una comunidad cristiana que es templo del Espíritu de Dios. Sueño una comunidad cristiana fundada en la fraternidad, para amar y sentirse amada, para manifestar la belleza de Dios. Sueño con una comunidad cristiana que sea un Evangelio abierto a todos. Sueño con una comunidad cristiana que sea “Iglesia, la familia de Dios”.
¿Es un sueño, una utopía? Quizás… Romana Guarneri dijo: “El cristianismo tiene ciertamente una historia enorme, dos mil años, pero el cristianismo tiene todavía que florecer” (https://www.circolidossetti.it, Discurso de Piero Coda, en Circoli Dossetti, Corso di Formazione alla politica 2008-2009, 6 de junio de 2009).
Estamos convencidos de que la fraternidad y la comunidad son nuestra identidad y nuestra forma de vida. ¿Por dónde empezar? “No espereis nada de arriba… empezad por vosotros mismos“. Por eso, el Papa Francisco sugiere que“es posible empezar desde abajo, desde cada uno, para luchar por las cosas más concretas y locales, hasta el último rincón de la patria y del mundo” (Fratelli Tutti, 78). Así que, ¡empecemos por nosotros mismos! Para dar forma a nuestras comunidades, necesitamos remodelar la forma en que vivimos nuestras relaciones con los demás. Es necesaria una Iglesia en la que vivir y crecer juntos. Necesitamos una humanidad en la que podamos vivir y soñar juntos. Necesitamos sentirnos una gran familia, la Iglesia de Dios.
Flavio Facchin omi